–¿Cómo diantres ha llevado usted a cabo su deducción? ––pregunté.
–¿Qué deducción? ––repuso petulantemente.
–Caramba, la de que era un sargento retirado de la Marina.
–No estoy para bagatelas ––contestó de manera cortante; y añadió, con una sonrisa––: Perdone mi brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de mis pensamientos. Es lo mismo... Así, pues, ¿no le había saltado a la vista la condición del mensajero?
–Puede estar seguro.
–Resulta más fácil adivinar las cosas que explicar cómo da uno con ellas. Si le pidieran una demostración de por qué dos y dos son cuatro, es posible que se viera usted en un aprieto, no cabiéndole, con todo, ninguna duda en torno a la verdad del caso. Incluso desde el lado de la calle opuesto a aquel donde se hallaba nuestro hombre, acerté a distinguir un ancla azul de considerable tamaño tatuada sobre el dorso de su mano. Primera señal marinera. El porte era militar, sin embargo, y las patillas se ajustaban a la longitud que dicta el reglamento. Henos, pues, instalados en la Armada. Añádase cierta fachenda y como ínfulas de mando... Seguramente ha notado usted lo erguido de su cabeza y el modo como hacía oscilar el bastón. Un hombre formal, respetable, por añadidura de mediana edad... Tomados los hechos en conjunto, ¿de quién podía tratarse, sino de un sargento?
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